miércoles, 4 de octubre de 2006

Querida, voy a comprar puchos

A propósito del revuelo antitabaco de los últimos días, refrito este cuentito que tenía por ahí guardado. A disfrutarlo con un puchito en la boca!

Lo que me aturde es la cotidianeidad de la frase: me voy al quiosco a comprar puchos. Esta es la imagen, es el living de nuestra casa que se ha transformado en una habitación de hospital. En el medio, donde estaba la mesa del café y donde mamá no nos dejaba apoyar las patas cuando veíamos tele, está la cama alquilada, con el colchón inflable para no provocar escaras, el tubo de oxígeno, el nebulizador, los miles de frasquitos con drogas para esconder todos los síntomas de un cáncer que avanza comiéndose a mi papá y que no lo deja morir en paz.

Porque cada vez que le picaba la vida, tenía un ratito, estaba nervioso o satisfecho, o quería relajarse o tenía la panza llena, tomaba café, disfrutaba un paisaje, hablaba por teléfono, manejaba, abría una cerveza o miraba televisión, siempre estaba con un pucho en la mano sin darse cuenta que ese cilindro de papel, aparte de hacerle perder el tiempo yendo a comprarlo, abriendo el paquete, prendiéndolo, buscando un cenicero, malabareándolo entre las manos, jugando con el humo y apagándolo, le estaba sacando el tiempo que no va a estar, que va a estar enterrado dos metros bajo tierra, tosiendo. Sin ver a sus hijos casarse, tener hijos, sin jugar con sus nietos, sin acompañar a su mujer, sin reírse con sus amigos, sin nada, bailando con los gusanos antes de tiempo.

Todo por ser cabeza dura, por pensar que no le hacia tan mal, por no tener fé en él mismo de que lo iba a poder dejar, por no escuchar a los que lo querían, por creer que era el de la publicidad, por pensar que la felicidad venia de a veinte, por sublimar un momento que no es mas que suicidarse en cuotas.

Yo entiendo que es difícil dejarlo, que la felicidad deja de ser tal cuando el humo te falta, que hay que repensar la vida cuando ya no giras alrededor de la calesita de tabaco, que la ansiedad te revuelve el estomago, que no entendés como vas a hacer para seguir en pie y que sufrís de pensar que siempre, en cada momento, no te vas a poder prender ese pucho que te infla y te llena de satisfacción.

Pero abriendo el espectro de la adicción, uno encuentra lo ridículo de ser esclavo del humo, de un placer tan efímero y tan dañino. Que te condena a vivir menos, peor, con moco, con tos, con arterias tapadas, con menos sexo, con riesgos cardiacos, con cáncer, con quimioterapia, con enfisema, con una muerte tan fea como ahogarte en tu sangre.

Y sin embargo, sabiendo todo esto y teniendo tan poco control sobre sus acciones, millones de personas entre las que ya no esta mi papa, siguen abriendo una y otra vez el paquete que les dice lo que les va a pasar, imaginando en vez, que son el aventurero que desde la cresta del paisaje soñado prende un dorado cigarrillo, sin ver o ignorando el cartel que tienen pegado enfrente suyo que les dice que por su bien no fumen.

La historia se da vuelta y ahora mi papa se acuerda, bajo los efectos de la morfina, de cómo los sapos explotaban cuando les daba de fumar los cigarrillos que le robaba a mi abuela, que pobre, también se murió ahogada en su sangre por un humo gris que hace firuletes en el aire y uno cree que lo hace feliz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tuc! patada de matrix.